Foto: Ariel Feldman.

     Vale recordar que los procesos de deshumanización son elementos centrales en todo proceso genocida: no se puede masacrar a alguien que tiene alma si creemos en las almas, o si lo consideramos persona o, en el mejor de los casos, si lo reconocemos como un par. Ese procedimiento de quitarle la prerrogativa de lo humano no se da de un momento a otro. Los judíos sufrimos un largo camino de deshumanización que luego se volvió planificada por parte de la sociedad europea nazificada en los campos de concentración. Fuimos víctimas del genocidio más aberrante de la historia moderna. Lo sufrimos hace un par de generaciones solamente. En 1929 Albert Einstein le escribió una carta a Weismann, quien luego fuera el primer presidente del Estado de Israel, en la que le decía  «Si nosotros nos revelamos incapaces de alcanzar una cohabitación y acuerdos con los árabes, entonces no habremos aprendido estrictamente nada durante nuestros dos mil años de sufrimientos y mereceremos todo lo que llegue a sucedernos». El desinterés de judíos israelíes y en la diáspora ante la masacre de gazatíes habla del proceso de deshumanización que sufren los palestinos hace años y, en consecuencia e indefectiblemente, de la perdida de humanidad y una tendencia creciente a la perdida de toda sensibilidad por parte de sus victimarios y cómplices. Es un proceso también largo, iniciado con la negación de la existencia de los palestinos en la tristemente famosa frase de los albores del sionismo político «una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra», que se volvió prontamente material con el proceso de colonización de un sionismo exclusivista que rezaba y reza que en un Estado seguro para los judíos no debía haber palestinos,  aún si ese Estado se estuviera implantando por la fuerza en tierras pobladas, donde el problema del antisemitismo era insignificante. Einstein escribió esa carta frente a las politicas y tratos delesnables del movimiento sionista hacia la población nativa de Palestina ¡en 1929!, años antes de que se consumara la Nakbah y la limpieza étnica de 750.000 almas, antes del menos conocido régimen militar que sufrieron los palestinos-israelíes entre 1949 y el 1966, antes de la ocupación de los territorios en 1967, antes del drama de los refugiados, antes del Estado de apartheid en Jerusalem oriental y Cisjordania, antes del oprobioso e ilegal muro de separación, antes de las leyes discriminatorias aprobadas en el Parlamento israelí, antes del asedio y destrucción de Gaza y del llamado explícito al genocidio de varios altos funcionarios del Estado de Israel.
     Cuando se analiza la historia de los actos institucionales de Israel, los legales y los bélicos, es fácil comprobar que sólo de manera derivada su problema fue con las organizaciones políticas y político militares palestinas. Su problema siempre fue la población palestina misma, pues un Estado exclusivista que se autodenomina judío y democrático precisa limpiar étnicamente su territorio para poder ser tal. Pero la limpieza étnica, hecho comprobado y reconocido internacionalmente en el reconocimiento de los refugiados palestinos, si bien crimen de guerra, no constituye un genocidio. Hoy, sin embargo, estamos en presencia de otra cosa.
Sistemáticamente se vandalizan los textos en árabe hasta que finalmente se la excluyó legalmente como lengua oficial. Foto: Ariel Feldman.
     
      El genocidio no se mide por su efectividad, porque lo central del genocidio es la intención de realizarlo, y por lo tanto su inminencia. No deberíamos acercarnos a su posibilidad siquiera. Por eso la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio tiene en su nombre el término prevención,  pues la humanidad no puede permitirse esperar a que se realice para luego evaluar simplemente las sanciones. Por eso la voluntad de cometer un genocidio es uno de los elementos centrales para poder calificar una agresión como tal. Después del 7 de octubre el Ministro de Defensa israelí, afirmó: «Estamos luchando contra animales humanos»​, Avi Dichter, ministro israelí de Agricultura, llamó a la guerra a ser la «Nakba Gaza», el ministro Amihay Eliyahau sugirió como solución al «problema palestino» lanzar una bomba atómica en Gaza, diversos altos funcionarios denominaron nazis a los palestinos y señalaron su responsabilidad colectiva por el brutal ataque de Hamas, de lo que se derivaba la necesidad de la neutralización del colectivo responsable, no simplemente de una de sus organizaciones político militares. Lo sintetizó el vicepresidente de la Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas: «No hay inocentes en Gaza. Tal vez los niños menores de 4 años».  Ese castigo colectivo se está llevando acabo centralmente por medio de un bombardero indiscriminado, matando miles de civiles y destruyendo las más básicas condiciones para la viabilidad de la vida de los gazaties, a la vez que el bloqueo absoluto del territorio, que afecta al cien por ciento de la población y no a los combatientes, está generando condiciones sanitarias y de hambruna con altísimo riesgo de muertes aun más masivas que las ya producidas por los ataques aereos y terrestres. Por eso la denuncia de Sudafrica tuvo un primer aval en las cautelares contra Israel de la Corte Internacional de Justicia, y especialistas como Luis Moreno Ocampo plantean la fortaleza del caso presentado.

      Si alguien cree que no estamos ante un genocidio por la magnitud, porque un 1,5% de la población total no le es suficiente, que piense entonces en la construcción de una discursividad donde la vida palestina no vale lo que una vida humana. Esa visión, esa escala del valor de la vida, se apalanca en un largo proceso de nazificación de los palestinos. La nazificación de los opositores a las políticas sionista es una estrategia que se ha utilizado desde que la palabra «Nazi» cobró su significación y potencia simbólica. El historiador Nur Masahla cita numerosas declaraciones y escritos de los lideres sionistas que a partir de mediados de la decada del 30 analogaron el nacionalismo árabe al nazismo alemán. Desde ese momento hasta el presente ese mecanismo, esa industrilización del Holocausto como la llamó Norman Finkelstein, no dejó de utilizarse. La gravedad es máxima. El nazi es un monstruo frente al cual sólo cabe la eliminación, es irrecuperable. Y aquel que defiende a aquel que fue nazificado es a su vez un antisemita. O si sos judío, sos un Judenrat, un colaborador de los nazis. Es así que, como vimos más arriba, la administración del Holocausto como «religión civil», del judío eternamente amenazado en su existencia, permitió que una potencia ocupante, con uno de los ejercitos más potentes y mortíferos del planeta, se apropiara e instrumentalizara al judaísmo para plantarse como víctima de sus colonizados. El epítome perverso de esa inversión que permite la nazificación de los palestinos la formuló la entonces Primera Ministra israelí cuando en 1969 en una entrevista en la televisión inglesa dijo «Nunca perdonaremos a los árabes lo que nos obligaron a hacerles». Son innumerables este tipo de declaraciones, pues son política de Estado. En medio de los actuales ataques a Gaza pudimos presenciar el espectáculo grotesco de la comitiva israelí yendo a la ONU a justificar sus crimenes de guerra con la victimizante estrella de David amarilla con que se marcaba a los judíos en campos y guetos.

      La contradicción última de ese proceso de nazificación es que en realidad el movimiento sionista, aquel que apela al señalamiento de antisemitismo e identifica nazis en instituciones internacionales y movimientos sociales, en intelectuales y artistas, llevó adelante una lucha en absoluto heroica contra el nazismo verdaderamente existente. Como recuerda Ilan Pappe, era mayoritario en el movimiento sionista el autocentramiento en el proceso migratorio, de modo que no querían enemistarse con el gobierno de Hitler. El sionismo llegó a considerar un error el boicot declarado en la decada del 30 por el resto de los judíos del mundo contra los nazis. Ben Gurion, padre fundador del Estado de Israel, dijo en ese entonces que «Al sionismo le corresponde las obligaciones de un Estado; por consiguiente, no puede iniciar una batalla irresponsable contra Hitler mientras él siga siendo el jefe de un Estado». El movimiento sionista tuvo contactos con el régimen nazi hasta entrado el año 1937 para negociar la salida de judíos de Alemania de forma concertada, de modo que pudieran conservar sus bienes y llevarlos al futuro Estado. El historiador israelí Tom Segev afirmaba que los lideres sionistas sólo estaban interesados en salvar a los judíos que quisieran marcharse a Israel, y que tenían una actitud desdeñosa para con los judíos de la diáspora que, entrados los años 30, no se habían subido a la política sionista. Coincide con Ilan Pappe, quien señalaba que el abandono de toda estrategia de rescate de las organizaciones sionistas ante el inminente exterminio judío formaba parte de un repudio más amplio de la diáspora misma, cosa que se siguió evidenciando luego de la creación del Estado, que renegaba y reniega de «los judíos que fueron como ganado al matadero» frente a aquellos pioneros que emigraron a Israel para fundar el Estado. Es así que los levantamientos en campos de concentración y guetos, como el famoso de Varsovia, realizados por fuerzas de la resistencia que contenían muchos miembros antisionistas en su ceno, fueron sionisados como política de Estado. Había que apropiarse de la figura del judío empoderado. Los alzados eran la expresión del nuevo espíritu judío de armas tomar frente a los millones que habían decidido dejarse matar.

      Esto es lo que hizo y sigue haciendo el sionismo con el judaísmo, utilizarlo. Esa misma razón instrumental, que en su desbocamiento aplastó las fuerzas de la reflexión y develó su verdadero semblante en los hornos crematorios y en Hiroshima, es la que encarna Israel instrumentalizando al judaísmo, haciéndolo medio para otro cosa, medio para el dominio y la conquista como fin en sí mismo. Es así que el Estado de Israel y sus organizaciones sionistas satélites en la diáspora pueden estrecharse las manos con individuos y partidos de la derecha Europea y norte y latinoamericana, con marcadas posturas racistas en general y antisemitas en particular, siempre y cuando apoyen las políticas del Estado de Israel. Su lucha «contra el antisemitismo» no es otra cosa que la utilización del capital simbólico del judío galútico que en realidad desprecian, para justificar los horrores del sionismo. El supremacismo del sionismo desbocado genera fascinación en las derechas radicales occidentales, e Israel no ha dejado de abrazar dichos apoyos a costa de la lucha contra el verdadero antisemitismo, que es la lucha por la libertad, la igualdad y la justicia para todos los seres humanos.

      El judaísmo nada tiene que ver con ese endiosamiento del poder y el dominio. La identidad judía fue siempre un otro del poder, una negatividad de la Europa imperial, retrograda y racista. Poseedora de la experiencia en el cuerpo de la opresión, la identidad judía estaba sostenida en la resistencia a la violencia y en la reflexión, en el estudio de un libro no evangelizador, que no confería poder, que es absolutamente terrenal porque no promete un más allá, como recordaba León Rozitchner. En la tradición judía la festividad más significativa es la de Pesaj, en la que el pueblo judío festeja la salida de la esclavitud, una celebración de la libertad y el fin de la opresión que lo termina constituyendo como pueblo. Pueblo que luego se forjó durante dos milenios en la discriminación y la persecución que lo emplazaron indefectiblemente en el lugar de la negatividad frente al poder occidental y cristiano. No es casual el porcentaje de cuerpos y mentes rebeldes que dio el judaísmo, de Trotsky a Marx, de Rosa Luxemburgo a Walter Benjamin, de Zinóviev a Mordejai Anilevich, de Axelrod y Martov a Clara Zetkin. Nada genético, una identidad construida en una cultura de la resistencia. Por eso no hay que dejar de repetir que lo que vemos en Israel no es judaísmo, es más bien antijudaísmo, la transfiguración de una tradición de la resistencia en su opuesto fascistoide. Vale mencionar las excepciones. El sionismo, en tanto fue entendido como movimiento nacional de liberación de los judíos de su calvario europeo, tuvo representantes como Borojov, Buber y muchos otros, que entendieron que no se precisaba un inviable Estado exclusivista sino una convivencia justa en un Estado plurinacional y socialista con los palestinos. Pero nunca tuvieron posibilidades de que su línea se impusiera. Hay que decirlo: si bien hubo diversas corrientes dentro del cosmos sionista, la historia tuvo un solo sionismo verdaderamente existente, exclusivista y colonizador, que subvierte todos los valores humanistas del judaísmo. Podemos llamarlo Israelismo para rescatar a aquellos que creyeron y creen en un sionismo plurinacional y antirracista.

Foto: Ariel Feldman.

      La victima ejemplar, cuyo genocidio dio origen hace tan poco a la Declaración Universal de los Derechos Humanos y a la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio (1948) se transformó por obra y gracias del secuestro identitario por parte del Estado de Israel, en el victimario ejemplar. Eso es lo que explica la trascendencia historia de la masacre en Gaza. La tragedia del secuestro del judaísmo por parte de Israel eleva una pregunta traumática a todos, judíos y no judíos: ¿Qué podemos esperar del ser humano que somos, así, arrojado a la historia, si una comunidad que sufrió un genocidio hace un puñado de años, termina encarnando las lógicas, el vocabulario, la estrategia y los valores de quien fuera su verdugo para, ahora en posición dominante, poder destruir un pueblo, porque lo considera necesario y, sobre todo, porque puede. La capacidad o incapacidad de que esto que está sucediendo genere algo en cuerpos, reflexiones, sensibilidades y nuestras instituciones, posiblemente constituya un acontecimiento que nos va a marcar como civilización, una cesura. La conciencia de generaciones futuras va a preguntarse qué hicimos cuando nos tocó defender lo que queda de humanidad en la humanidad.

Fuente: Jacobin